El 22 de marzo de 1885 vas caminando por el parisino Boulevard des Capucines, y por casualidad te detienes a mirar un cartel pegado en el mostrador de un local que dice:
No tienes la más remota idea de que pueda tratarse; pero, los Lumière, a esos sí los conoces. Son aquellos dos hermanos de Lyon que rentan un imperio en cuanto a fotografía se refiere. De seguro estarán presentando algún nuevo invento con el que conquistar nuevos bolsillos. Como afortunadamente no es tu caso (no te interesa la fotografía o no tienes el dinero para hacer frente a los costos), decides que la curiosidad por ver que hay de nuevo es insoportable, y entras a preguntar. Por toda respuesta te dan un papelito:
Es un programa como de ópera (por cierto que tampoco te gusta), que reza: "El aparato, inventado por los Sres. Auguste y Louis Lumière, permite recoger, por series de pruebas instantáneas, todos los movimientos que, durante un momento dado, se sucedieron ante el objetivo, y de reproducir a continuación estos movimientos proyectando, tamaño natural, delante de una sala entera, sus imágenes sobre una pantalla". Seguidamente aparecen una serie de diez titulitos de algo que no terminas de entender qué es. ¡Ahora sí que se volvieron locos estos hermanos! En fin, media hora de tu tiempo y 1 franco no es demasiado como para no entrar y ver de qué se trata todo.
En un pequeño sótano (muy discreto en caso de que halla un gran fracaso), hay unas 35 personas, los famosos hermanos y su padre y... ¿Nadie más? Bien, nadie te culpa por el escepticismo, al fin y al cabo nadie espera nada tampoco; quizás solamente los hermanos preocupados en tener suficiente para pagar los gastos de alquiler del salón con el dinero de las entradas. Para ti, es suficiente con ver a M. Thoma (director del Museo Grévin), a M. Lallemand (director del Folies Bergère) y a George Méliès (el director del teatro Robert Houdin). De seguro tu favorito es Méliès, ya que asistes a sus presentaciones de magia, para las que te afanas en descubrir el mecanismo de la "magia".
Se apagan las luces y un tembloroso haz de luz sale de una cajita de madera montada en un trípode, hacia una pantalla del tamaño de un hombre. Entonces...
Ya no estás en París; no, ahora estás en Lyon... frente a una fábrica... la fábrica de los Lumière, y de ellas salen personas, y... se mueven. El ruido del escepticismo es silenciado por la hoz del asombro. Todos se preguntan en qué sortilegio están atrapados; pero luego...
Quieres reírte del inexperto jinete pero tu asombro no te lo permite. Estás tieso, las manos aferradas a tu silla y con la boca bien abierta. Si pudieras verte el recuerdo del jinete no sería tan gracioso como tu propia expresión. Todo continúa:
Una señora próxima a donde te encuentras lleva rato de pie sin poder realzar ningún gesto. Pobre, no volvería a sentarse hasta que se fue, desmayada en su coche. Algunos corren fuera del salón y regresan con un ejército de extraños. ¡Que corran! Salir ahora sería perder los que tu franco y tu estufacción han comprado.
Ya es demasiado como para seguir aguantando las ganas de movimiento. Sales, dejas allí algunas cosas olvidadas. corres a tu casa e intentas convencer a los que están allí de que vengan. Nadie te cree, pero en realidad ni te entienden, ya que lo único que alcanzas a articular son balbuceos. ¡Pero, pobres, después serán ellos los que queden así! De todas formas, si te hubieses quedado habrías visto:
Claro, todo eso hubiese pasado si hubieses vivido en 1885, y si la curiosidad por lo que nunca te explicaron antes fuese uno de tus atributos, para ser así un pionero en el nacimiento de las primeras 10 cintas de 17 m. a 16 cps. (cuadros por segundo) proyectadas como cine.